Por Mia Couto
António Emílio Leite Couto, conocido como Mia Couto, escritor, biólogo, periodista, novelista, poeta y escritor de literatura infantil. Naciò en Beira (Mozambique) el 5 de julio de 1955. Es uno de los más conocidos escritores mozambiqueños actuales. En 2013 gana el “Premio CAMÔES”, el equivalente al Premio CERVANTES en lengua portuguesa, por su “vasta obra de ficción caracterizada por la innovación estilística y la profunda humanidad”.
“El escritor Samuel Bernardo despierta tarde.
Deprimido por haber despertado;
angustiado por estar siempre tarde.
Se mira en el espejo, sin ganas de ser persona.
Mantiene las cortinas cerradas: si ya no hay más calle; ¿para qué dejar entrar la luz?
Sabe que le espera una pila de platos sucios,
una gran cantidad de ropa para lavar, un mundo de polvo para limpiar.
Bernardo siente una inesperada nostalgia de Doña Esperanza,
la empleada doméstica.
Enciende la computadora. Los dedos permanecen inmóviles.
No le viene nada a la cabeza. Limpia el teclado, desinfecta las manos.
No está inspirado. Además, él siempre fue contrario a la inspiración.
¡Quiénes necesitan de musas inspiradoras son los escritores menores!
Un buen texto –aprendió él de los críticos– es impenetrable.
El hermano, que es sincero, dice que su escritura no peca por exceso de densidad.
Peca, sí, por falta de imaginación.
No se encuentra una única historia en toda tu obra:
es lo que le dice el hermano.
Piensa en llamar a la empleada, Doña Esperanza.
Sabe el número del teléfono de ella, pero no sabe dónde ella vive;
tiene una vaga idea de que vive en una distante periferia.
El virus es ciego. Pero la cuarentena tiene sus jerarquías sociales.
Tal vez no sea la hora apropiada,
pero Bernardo no se consigue contener.
La llama a Doña Esperanza y le pide que venga deprisa.
Afligida, la empleada promete que se va a meter en un ómnibus,
pero no garantiza llegar a tiempo.
Con la cuarentena se esperan horas en la fila a la espera de los pocos
ómnibus que aún circulan.
Doña Esperanza encuentra a Bernardo extendido en el piso de la sala.
Lo arrastra hacia la cama. Le sirve un té.
Y sentada en la cabecera canta, para que él se duerma.
El escritor cierra los ojos y piensa: qué bellos son los cantos ancestrales indígenas.
Doña Esperanza corrige: esta es una canción de Roberto Carlos,
yo canto mal, si no usted el patrón
ya habría reconocido la canción.
Bernardo confirma, contrariado, el antiguo precepto:
la música explica mejor el Universo
que todos los tratados de filosofía.
La empleada ajusta la sábana sobre los hombros del patrón,
–es lo que hace a sus hijos.
Retira de la cartera un libro, y lee en voz susurrada,
en un tono de quien sabe amansar viejas angustias.
La sonrisa nace en el rostro del Doctor Bernardo.
Él cree escuchar a Virginia Woolf,
pero lo que ella lee es un manual de autoayuda.
Y así sucede en los días restantes.
Doña Esperanza va lavando los platos,
almidonando la ropa, pasando la aspiradora.
Mientras trabaja, ella canta y cuenta historias.
Arrebatado, Bernardo va sacando notas en un cuadernito.
Aquello que antes le parecía un montaje del Juicio Final,
surge ahora como una tardía,
pero secretamente esperada visita de la musa inspiradora.
Tal vez no alcance nunca a publicar.
Pero él siente que comenzó a escribir una historia
con alma, con gente, con historia.
Por primera vez,
después del inicio de la cuarentena,
Bernardo despierta, abre las cortinas, contempla la calle
y rechaza estar delante de la versión final de la realidad”.
(Traducción: Osvaldo Marcón)